Aunque ya que hoy no es ni mejor ni peor día que otro cualquiera, empezaré por contar cómo perdí mi confianza en las manadas, si es que lo recuerdo... Sé que un día normal, de una semana corriente y un mes de lo más común me sentí sola: miré y no había nadie, busqué y no encontré, grité y solo obtuve eco, y así día tras día.
Todo el grupo corríamos, por aquel entonces, hacía donde algunos pocos dijeron que estaba Felicidad. Solo debíamos coger el camino de Progreso y avanzar lo más rápido posible. Con lo cual así fue: corrimos tanto que no dejamos ni huellas en el suelo, por si un día necesitábamos retroceder sobre nuestros pasos; empezamos a no frenar ya fuese domingo o fecha señalada; nos concentramos tanto en llegar que nadie echó de menos a quién se quedó por el camino... Y allí me vi, sin ver ni de lejos el cartel de Felicidad, sin nadie orgulloso del esfuerzo que hice por llegar hasta allí, sin una mano de todas aquellas que un día fuimos.
Ese fue el instante en que supe que ya no quería ningún hueco en ninguna manada, y me construí una pequeña casita que siempre llevo puesta, no muy cómoda para los pocos visitantes que vienen, pero a fin de cuentas soy yo quien carga con ella. No avanzo tan rápido ni soy tan fuerte como en mis tiempos de jauría, pero al menos estoy muy tranquila a este lado de mi caparazón.
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