Que alguien te haga sentir cosas sin ponerte un dedo encima, eso es admirable.
Aunque solo por esta noche, y si me lo permites, déjame crecer desde tus pies a la sonrisa, abrazarte hasta el punto de darnos la espalda, déjame tocar como si mañana lo fueran a prohibir, sobredosis de caricias antes de dormir. Y podremos seguir siendo aquellos que por un instante se conocieron completamente. Qué equivocados estábamos: aún no nos conocíamos con los ojos cerrados.
Baja la luz, sube el calor, búscame en los centímetros de este colchón; sube la luz, va saliendo el sol, ya se encargará él de bajar el telón. Y ahora... Ahora puede que sea hora de dormir; aunque si me das a elegir... siempre es dulce el insomnio si me desvelo sobre ti.
Intentó desnudarse por completo, pero no logró soltar el nudo que tenía en la garganta.
miércoles, 26 de junio de 2013
lunes, 10 de junio de 2013
La vida breve de los versos
Tengo treinta y dos motivos (sin sumar las mitades) lo suficientemente pesados como para escribir hasta desgastar las teclas; uno por cada noche de doce horas, supongo. El problema es que las palabras, cuando abandonan los labios, pierden el efecto mágico que profesan, y en el momento en que las repitas no evocarán sino el recuerdo de aquella primera vez, cuando, como poco, te sacaron una sonrisa.
Y es que hay que saber en qué momento gastar los cartuchos, hay que saber qué dejar para esas ocasiones en las que debemos apelar al corazón en pleno, hay que reservar lo más increíble por decir, hasta encontrar el instante que lo convierta en eterno... ¿O no?
Me pregunto si aquella vez, mientras le ayudaba con la cena, debí decirle que no me importaba su manía de ahogar la ensalada en vinagre, mientras le pudiera ver hacerlo cada noche. También me callé cuando, tras gritarnos como locos en aquel polígono, sacó un regalo de la guantera del coche y zanjó así la discusión. No tuve qué decir la noche que me abandonó en aquella capital europea, y cuando huía enfadada de él me agarró del brazo y me sorprendió con una frase capaz de erizar la piel a cualquiera.
Debí de estar a la altura, pero no es fácil igualar a alguien que dos veces al mes asciende once mil metros durante cuatro horas solo por descolocar mis sábanas.
Así que sí, creo que las gracias se quedaron cortas aquella mañana que me despertó con el desayuno y dejó de lado su alergia a las naranjas para exprimirme un zumo, la tarde en que me llevó a cruzar la frontera o la noche en que llamó a mi timbre, después de dar vueltas y vueltas, con mi helado favorito.
Me reservé en cada ocasión las grandes palabras que hubieran marcado la diferencia, solo por no agotar los recursos, sin darme cuenta de que él es capaz de sobrecogerme cada medio minuto sin llegar a caer en la repetición. Qué injusto, y qué genial. Genial que me quiera conocer de nuevo en los bares, y no le importe inventarse distintas identidades; genial que sea capaz de hacer que hasta un insulto suene cariñoso; genial que no cesara en pensar que merecía la pena. E injusto que lo único que yo hiciese fuera llenar de besos Milán, y a ver ahora dónde caben todos los que nos quedan por dar...
Y es que hay que saber en qué momento gastar los cartuchos, hay que saber qué dejar para esas ocasiones en las que debemos apelar al corazón en pleno, hay que reservar lo más increíble por decir, hasta encontrar el instante que lo convierta en eterno... ¿O no?
Me pregunto si aquella vez, mientras le ayudaba con la cena, debí decirle que no me importaba su manía de ahogar la ensalada en vinagre, mientras le pudiera ver hacerlo cada noche. También me callé cuando, tras gritarnos como locos en aquel polígono, sacó un regalo de la guantera del coche y zanjó así la discusión. No tuve qué decir la noche que me abandonó en aquella capital europea, y cuando huía enfadada de él me agarró del brazo y me sorprendió con una frase capaz de erizar la piel a cualquiera.
Debí de estar a la altura, pero no es fácil igualar a alguien que dos veces al mes asciende once mil metros durante cuatro horas solo por descolocar mis sábanas.
Así que sí, creo que las gracias se quedaron cortas aquella mañana que me despertó con el desayuno y dejó de lado su alergia a las naranjas para exprimirme un zumo, la tarde en que me llevó a cruzar la frontera o la noche en que llamó a mi timbre, después de dar vueltas y vueltas, con mi helado favorito.
Me reservé en cada ocasión las grandes palabras que hubieran marcado la diferencia, solo por no agotar los recursos, sin darme cuenta de que él es capaz de sobrecogerme cada medio minuto sin llegar a caer en la repetición. Qué injusto, y qué genial. Genial que me quiera conocer de nuevo en los bares, y no le importe inventarse distintas identidades; genial que sea capaz de hacer que hasta un insulto suene cariñoso; genial que no cesara en pensar que merecía la pena. E injusto que lo único que yo hiciese fuera llenar de besos Milán, y a ver ahora dónde caben todos los que nos quedan por dar...
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