Entre tanta ida y venida, conocí casi todas las edades de la soledad, me salió un callo justo donde palpitan las emociones y me fue cada vez más difícil demostrar lo mucho que me dolía seguir sufriendo.
Un buen día, cuando ya había abandonado toda esperanza de sentir y hacer sentir que sentía, apareció ella. Ella, que todo lo hizo sin saber que lo hacía. Ella, que todo lo cambió sin querer. En cuanto la vi, automáticamente empecé a descubrir el sabor amargo y salado del llanto. Porque la he llorado. La he llorado mucho y, como siempre se llora, a demasiada distancia. Bajo la lluvia mezclando mis lágrimas con las del cielo, desde el cierre derrotado de cualquier bar o bajo la media apertura de su ventana, da igual. La he llorado como nunca lloré a los que creía conocer. La he llorado por el futuro que ya no tendremos. La he llorado por ese pasado que dejamos pasar. La he llorado hasta quedarme sin aliento. Y la sigo llorando por lo que pudo ser, incluso por lo que nunca será.
Sé lo que estás pensando. Que estoy enfermo. Que no la conozco de nada. Que no hemos cruzado más de dos palabras y un precio. Pero es que en ocasiones, la nostalgia es tan caprichosa que no necesita argumentos para doler. Se pueden echar de menos amores que jamás ocurrieron. Se pueden extrañar situaciones que no llegaron a pasar. De hecho si nunca te ha ocurrido es que nunca has querido por encima de tus posibilidades. Y si no has querido por encima de tus posibilidades, tu corazón no ha pasado de ser un órgano muscular hueco que impulsa sangre.
Eso es lo que pasa. Que la echo de menos. En toda su ausencia. Hasta decir basta. Añoro esos paseos que nunca dimos por el parque. Añoro esos besos que jamás me dio. Esas risas tontas que no nos echamos. Esa canción que nunca escuchamos juntos después de no hacer el amor.
Tengo que volver con ella antes de morirme del todo. Tengo que volver con ella hasta el punto en el que dejó de poder ser. Y volver a empezar juntos... por primera vez.
-Risto Mejide-