Tenía 80 años cuando me habló por primera vez de esa manera. Era la voz de alguien que ha asumido que la vida, por muy larga que sea, es breve.
Yo tenía 20 años cuando me habló así. Sus ojos brillaban, vidriosos; ojos que han visto más de lo que quisieran, pero menos de lo que esperaban. Su tono de voz estaba quebrado y lleno de nostalgia. Escogía las palabras muy cuidadosamente, buscando con pocas frases resumir años y años de una vida llena de proyectos, unos acabados y otros sin empezar siquiera, feliz, después de todo.
Se crió con lo que había, aunque tampoco necesitaba mucho más: padres, hermanos y algo que llevarse a la boca. Creció destacando ya desde joven, y tuvo la suerte de un día cualquiera estar en el momento exacto, en el instante oportuno para cruzarse con una morena de larga coleta que paseaba en bici por el pueblo. Quedó prendido, y supo que era ella. Supo que no sería fácil, y que las tres primeras veces recibiría un no rotundo, pero no le importó, porque a la cuarta ella comprendería que era él.
Seis hijos, diez nietos y una victoria ante la muerte más tarde, él me hizo ver que en nuestro camino vamos perdiendo a personas, vamos dejando trocitos de nuestra vida a los demás, superamos los obstáculos que un día creímos insalvables, vencemos, a veces perdemos e, incluso nos retiramos antes de tiempo.
A sus 80 años me miró a los ojos y vi a una persona que cada día hace balance de su vida, y le resulta positivo. Vi a alguien con planes, con proyectos, alguien que no piensa que ese desayuno puede ser el último. Alguien que vive. Alguien que quiere más, que busca superarse, que no se conforma.
¿Puede haber algo mejor?
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